El
alma de la tarde se anuncia en la furtiva
esquila
del rebaño que torna; la laguna
-tal
un gran ojo herido por una luz muy viva-
espera
el milagroso vendaje de la luna
piadosa.
Bajo el Ángelus el valle se apacigua;
la
hora, que vestida de seda azul se aleja,
le
da al paisaje, donde la lumbre se amortigua,
una
dulzura ingenua, como una estampa antigua.
Deja
que nos penetre toda esa calma, deja
que
el alma se disperse como un dolor de rosas
en
este ambiente tibio de seda extenuada...
Es
dulce cuando se ajan las tardes silenciosas.
Pensar
las mismas cosas y no decirse nada.
EDUARDO
CASTILLO. (1889 – 1938.)
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