Siempre
cuando en su alcoba perfumada
la
amada desnudarse pretendía,
el
Ángel de la Guarda se salía
al
momento del cuarto de la amada.
De
la vecina estancia distinguía,
con
el placer de un alma enamorada,
el
ruido de la seda liberada
de
aquella blanca y dulce titanía.
Una
noche el buen ángel, de repente,
en
el espejo vio las maravillas
de
aquel desnudo cuerpo transparente.
Y
al sentir que en pasión se iba abrasando
cayó,
como un esclavo de rodillas
ante
la luna de cristal llorando.
CIRO
MENDÍA. (1894 - 1979)
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