LABERINTO.
No
habrá nunca una puerta. Estás adentro
y
el alcázar abarca el universo
y
no tiene ni anverso ni reverso
ni
externo muro ni secreto centro.
No
esperes que el rigor de tu camino
que
tercamente se bifurca en otro,
que
tercamente se bifurca en otro,
tendrá
fin. Es de hierro tu destino
como
tu juez. No aguardes la embestida
del
toro que es un hombre y cuya extraña
forma
plural da horror a esta mañana
de
interminable piedra entretejida.
No
existe. Nada esperes ni siquiera
en
el negro crepúsculo la fiera.
SPINOZA.
Las
traslúcidas manos del judio
labran
en la penumbra los cristales
y
la tarde que muere es miedo y frio.
(Las
tardes a las tardes son iguales.)
Las
manos y el espacio de jacinto
que
palidece en el confín del Ghetto
casi
no existe para el hombre quieto
que
está soñando un claro laberinto.
No
lo turba la fama, ese reflejo
de
sueños en el sueño de otro espejo,
ni
el temeroso amor de las doncellas.
Libre
de la metáfora y del mito
labra
un arduo cristal: el infinito
mapa
de aquel que es todos sus estrellas.
EL
INSTANTE.
¿Donde
estarán los siglos, dónde el sueño
de
espadas que los tártaros soñaron,
dónde
los fuertes muros que allanaron,
dónde
el árbol de Adán y el otro leño?
El
presente está solo. La memoria
erige
el tiempo. Sucesión y engaño
es
la rutina del relog. El año
no
es menos vano que la vana historia.
Entre
el alba y la noche hay un abismo
de
agonias, de luces, de cuidados;
el
rostro que se mira en los gastados
espejos
de la noche no es el mismo.
El
hoy fugaz es tenue y es eterno;
otro
cielo no esperes, ni otro infierno.
Jorge
Luis Borges.
La
poesía nace del dolor. La alegría es un fin en sí misma. J. L. B.
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