AJEDREZ.
I.
En
su grave rincón, los jugadores
rigen
las lentas piezas. El tablero
los
demora hasta el alba en su severo
ámbito
en que se odian dos colores.
Adentro
irradian mágicos rigores
las
formas: torre homérica, ligero
caballo,
amada reina, rey postrero,
oblicuo
alfil y peones agresores.
Cuando
los jugadores se hayan ido,
cuando
el tiempo los haya consumido,
ciertamente
no habrá cesado el rito.
En
el Oriente se encendió esta guerra
cuyo
anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como
el otro, este juego es infinito.
II.
Tenue
rey, sesgo alfil, encarnizada
reina,
torre directa y peón ladino
sobre
lo negro y blanco del camino
buscan
y libran su batalla armada.
No
saben que la mano señalada
del
jugador gobierna su destino,
no
saben que un rigor adamantino
sujeta
su albedrío y su jornada.
También
el jugador es prisionero
(la
setencia es de Omar) de otro tablero
de
negras noches y de lancos días.
Dios
mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué
Dios detrás de Dios la trama empieza
de
polvo y tiempo y sueño y agonías?
EL
MAR.
Antes
que el sueño (o el terror) tejiera
mitologías
y cosmogonías,
antes
que el tiempo se acuñara en días,
el
mar, el siempre mar, ya estaba y era.
¿Quién
es el mar? ¿Quién es aquel violento
y
antiguo ser que roe los pilares
de
la tierra y el uno y muchos mares
y
abismos y resplandor y azar y viento?
Quién
lo mira lo ve por vez primera,
siempre.
Con el asombro que las cosas
elementales
dejan, las hermosas
tardes,
la luna, el fuego de una hoguera.
¿Quién
es el mar, quién soy? Lo sabré el día
ulterior
que sucede a la agonía.
Jorge
Luis Borges.
"Hay
que tener cuidado al elegir a los enemigos porque uno termina
pareciéndose a ellos." J. L. B.
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